21 de septiembre de 2014

Anaya

Para un maestro, elegir el libro de texto del curso que viene (algo que la ley permite hacer cada cuatro años) es, a la vez, un ejercicio de responsabilidad y de confianza. De responsabilidad, porque un buen maestro analiza cada propuesta editorial —que no es sólo el libro del alumno—, y tiene en cuenta muchos factores. Entre otros, y cada vez más, el contenido multimedia, es decir, el software escrito para ordenadores, tabletas, etc. Por supuesto, en internet. Pero también es un ejercicio de confianza. Confianza en gente que se toma muy en serio lo que escribe, porque sabe que lo van a leer -y a aprender- muchos niños.


Por eso voy a tratar de explicar aquí por qué los libros de mi cole son de Anaya.

Para empezar, he de decir que hay opciones tan buenas como las de Anaya, sin dar nombres. Lamentablemente, y lo digo porque me dediqué a ello con toda mi pasión, no existe aún ninguna razón suficiente para que, al menos en mi cole, hayamos decidido cambiar los libros de texto por tabletas. Ni Anaya, ni ninguna otra editorial, tienen algo de calidad y ajustado al currículo -esa es otra cuestión- que no sea el papel. Al menos esa es mi opinión, y me siento con capacidad para hacerla pública. Hay propuestas con buena pinta, pero a todas les falla algo: el diseño de interfaz, la compatibilidad con diferentes sistemas operativos y plataformas de hardware, el modelo de negocio, etc. 

En mi opinión, el principal problema lo tienen en este último factor. Creo que no tienen claro aún el modelo de negocio. Me da la impresión de que siguen discutiendo sobre el mismo tema: los comerciales que tienen que vender libros, y los que creen que hay que invertir en software, y cobrar la suscripción. Y ese es el problema: cómo ganar pasta —o al menos sostener el negocio—, ofreciendo más software a niños y maestros. Yo no sé cuál es la solución. Por eso, entre otras cosas, me fui de Anaya. Porque me di cuenta de que el software educativo tenía que ser gratis. Y algo gratis parece incompatible con el negocio editorial. Si está en internet, ¿quién paga? ¿los padres, cada alumno, los profesores, los colegios privados, el Ministerio, la Comunidad Autónoma? ¿y de qué forma, mediante una contraseña? ¿le decimos a los maestros que tienen que asignar una contraseña única a cada alumno? En definitiva, ¿cuál va a ser el papel de la editorial de libros de texto?. Aún existe una oportunidad, pero cada vez queda menos tiempo. Si tuviera dinero, invertiría en gente que haga buen software educativo.

Así que, si eliminamos el factor de la responsabilidad, solo nos queda el de la confianza.

El primer día, allá por el año 1988, llegué a la oficina con un zapato de cada color: uno marrón y otro negro. Al vestirme, y por no encender la luz, escogí de forma equivocada entre dos pares de zapatos muy parecidos… pero de distinto color. Nunca he creído en las supersticiones, ni en los fenómenos paranormales, pero ese detalle no se me olvidará en la vida. 

En medio de una zona inmensa de mesas con papeles y máquinas de escribir, existía aún el taller. El taller de fotomecánica (curioso, Google cree que no existe esa palabra…). Y los del taller eran muy de taller... hasta se peinaban en el baño antes de fichar a la salida. Mezclados con ellos, y formando parte de la misma gente que entraba por la puerta de Personal, había un grupo, que fue siendo cada vez más numeroso, de otro tipo de gente. Gente joven, con ganas de hacer las cosas bien, y de demostrar que sabían hacerlo. En la planta noble, la 2ª planta del edificio que aún podéis ver en la carretera hacia el aeropuerto, las cosas eran muy diferentes: allí no había gente joven.

Y comenzamos a usar ordenadores para hacer los libros. Los del taller hicieron todo lo posible por adaptarse, y los de las máquinas de escribir también. Instalé ordenadores en todas las mesas, en todos los departamentos, excepto en uno: la sala de los correctores. Allí había un grupo de unas seis personas, cuya única tarea consistía en leer de forma minuciosa cada papel que se les entregaba. Eran capaces de notar hasta la variación de espacio entre letras, algo que no era muy común "antes de los ordenadores". Y de ellos aprendí que la errata más gorda siempre está en los títulos. 

Fueron pasando los años, los congresos Seybold, las ferias de Frankfurt... y el desktop publishing pasó a ser una realidad generalizada. Ya no era sólo PageMaker, era toda la gente usando Quark, y lanzando sus ficheros Postscript directamente a las filmadoras. Al poco tiempo, desaparecieron las pocas enceradoras que quedaban, y con ellas las galeradas. En aquellos congresos escuché a Nicholas Negroponte decir aquello de que "no se había visto tal revolución tecnológica desde los tiempos de Gutemberg". Y todos nosotros formábamos parte de aquello. Los editores, los maquetistas, las secretarias reconvertidas en maquetistas, los ilustradores, los diseñadores, los que trataban de explicarle a D. Fernando Lázaro Carreter que las cosas habían cambiado… Comíamos todos en el comedor de la planta baja, y allí se mezclaban las corbatas -pocas- con las camisetas. A alguien se le ocurrió comenzar a dar nombres de "El Señor de los Anillos" —antes de que se estrenara la primera película—, a los servidores que iban apareciendo en la red: el más importante era Mordor, allí había que guardar todas las copias de seguridad de todos los departamentos...

Estoy seguro de que no fui yo solo el que creyó "a pies juntillas" en aquello de Aprender es descubrir, aprender es disfrutar, aprender es participar: vive la aventura de aprender en el Universo Anaya.

Han pasado muchos años desde que Anaya ya no es de D. Germán, pero sé que aún hay allí mucha gente a la que conocí, y de la que aprendí mucho. Por eso los libros de mi cole son de Anaya, por esa gente.

Este artículo va dedicado a la memoria de Juan Domenech, mi compañero de trabajo, que en paz descanse.




2 comentarios:

amelche dijo...

Me gusta este homenaje a la gente que hace los libros con los que trabajamos cada día. Bueno, en mi departamento, al ser inglés, tenemos los libros de otra editorial, pero me ha gustado conocer los entresijos de ese trabajo.

Anónimo dijo...

Hola, buenas tardes. ME llamo Carlos, he caído aquí buscando una información y creo que he llegado al sitio correcto. Lo cierto es que no tengo demasiado tiempo y he leído su texto un poco por encima; creo entender que usted trabajó en algún equipo redactor de libros de texto para Anaya y bajo las órdenes de D. Fernando Lázaro Carreter a partir del 88, ¿no me equivoco? si es así puede que sepa contestarme una pregunta: resulta que en 3º, 4º y 5º de EGB, los libros de texto de Lengua que usábamos eran de Anaya, estaban editados en el 82 u 83 y estaban redactados por un equipo dirigido por Don Fernando y que estaba compuesto por Casto Fernández, Juan Basabé, Fuencisla Isabel y Alberto Porlán; pues bien, eran unos manuales preciosos en los que lo que más destacaba era la lectura que abría cada tema y, sobre todo -teniendo en cuenta nuestra edad de entonces- la mágnífica ilustración de una página que la acompañaba; era una ilustración caricaturesca, como de tebeo y era obra de un dibujante del que no encuentro la manera de dar con su nombre. Acaso usted, si es que trabajó allí, conoció a los integrantes de aquel equipo y pueda darme razón del ilustrador.
Muchas gracias de antemano.
carlos