16 de noviembre de 2012

Los escaparates

Hoy nos hemos ido de excursión. Temíamos que nos fuera a llover, porque la idea era comernos el bocadillo en el campo, cuando termináramos la vista al Museo de las abejas, en Poyales del Hoyo. Pero ha hecho un día fantástico, un día de otoño, con cientos de tonos de colores en el campo y pequeños arroyos que se abrían paso a través del verde intenso de la hierba. La mujer que nos ha recibido, nos ha enseñado cosas interesantísimas de la vida de las abejas -una vez más, una auténtica lección de otros animales, distintos a nosotros, que saben cómo organizarse para vivir en sociedad-.

Pero a mí lo que más me ha gustado no ha sido eso. Al despedirme de ella:

— Muchas gracias por todo. Ha sido muy interesante; hasta los pequeños te han estado escuchando.

— Gracias a vosotros. La verdad es que da gusto con un colegio así. El otro día vino uno que....

Y eso, aunque los maestros disimulemos, nos encanta que nos lo digan. Es como cuando yo le digo a mi moto que es la mejor de todas. Le encanta que se lo diga (y es verdad).

Después, mientras comíamos tranquilamente el bocadillo sentados en una tapia de piedra, alguien me ha preguntado:

— Profe, ¿vas a escribir en tu blog este fin de semana?

— Pues no lo sé, la verdad. El caso es que tengo una historia sobre los escaparates...

Hemos vuelto al cole, sin novedad (contando enfermizamente a todos, antes y después de entrar en el autocar (e incluso durante el trayecto...). Hay que entender que llevamos niños de todas las edades, incluidos los de tres años; aún así, excepto alguna pregunta de "¿Cuándo viene mi mamá?" de vez en cuando, incluso ellos han disfrutado de un día en el campo, y han visto a la abeja reina. Y ahora saben que es más grande que las otras, las obreras (por no mencionar la vida de los zánganos, que se queda para los medianos y mayores...).

Así que aquí tenéis lo que se me ocurrió el otro día con lo de los escaparates.

Los escaparates han sido muy importantes en mi vida. Pero no me había dado cuenta hasta hace muy poco tiempo, apenas unos meses. Aquí, donde vivo, no hay apenas escaparates, y los echo de menos. El único escaparate que merece la pena es el del Reviejo, una ferretería del pueblo que te atiende de verdad, a la antigua usanza, entendiendo y resolviendo tu problema (trata de explicarle al chino, en español, que lo que necesitas es, por ejemplo, un paquete de pelos de segueta). Aún así, debería cambiarlo de vez en cuando, ahora que no me oye. Aunque fuera con las mismas cosas, pero cambiadas de sitio. La Dremel, a la izquierda, y la máquina esmeril, a la derecha. Así yo tendría excusa para quedarme más rato allí, mirándolo. Porque me he pasado más de media vida mirando escaparates. Os podría contar muchas historias mías, historias sobre escaparates, pero se me me ha ocurrido contar las dos primeras que recuerdo, es decir, mi dos primeros escaparates, y el último.

Mi primer escaparate

Estaba en la calle Rafaela Ybarra, casi esquina con Marcelo Usera. Era un tienda de deportes que también tenían juguetes. Tenía dos escaparates enormes, uno a cada lado de la puerta. En el de la izquierda tenían el traje de la selección española (sin estrellita, para la estrellita quedaban aún más de cuarenta años). A la derecha, delante de mis narices, y a la altura de mis narices, había una cartuchera plateada, con una pistola a cada lado. Sólo faltaba el sombrero de cow-boy, pero eso ya lo tenía. Quería tener aquellas pistolas. Y cada día, al ir, pero sobretodo al volver del colegio, me paraba delante de las pistolas, porque de forma inocente pensaba que si lo deseaba mucho, mucho, al final terminarían en mi cintura. Me las compró mi tía Cari. Y fui enormemente feliz aquel día. Ojalá pudiérais verme caminar con las piernas arqueadas por Marcelo Usera, con las manos en las cartucheras, listo para la acción.

Fue la única arma que he tenido. Nunca más me dio por tener otra.

Mi segundo escaparate

El segundo escaparate que recuerdo realmente no era mío, quiero decir, no me paraba yo a mirarlo, sino que era mi padre quien se paraba. Y yo de la mano con él. Estaba en la Gran Vía, y tenía una moto enorme. Una moto que no se veía por la calle, algo tan espectacular, que parecía mentira. Pero era una moto de verdad, con todos sus detalles, a menos de un metro de nosotros. Estoy seguro de que ni siquiera era una tienda de motos. La moto estaba allí, en el escaparate, tratando -y consiguiendo- llamar la atención de los que caminaban por allí. Aquella moto estaba allí para que la gente se parara a verla. Para eso están los escaparates, para que la gente se pare a verlos. Mi padre y yo pasábamos mucho rato allí - aunque parezca increíble, en aquellos años era normal ir de vez en cuando por la Gran Vía- y cada vez que pasábamos yo sabía que nos pararíamos a verla. Él quería verla, y yo también. Me fascinaba aquella moto, con esos enormes reposapiés, aquel faro redondo y aquel asiento de cuero de color blanco. Nunca supe a quién nos gustaba más, si a mí, o a él.

El último escaparate

El último que recuerdo, fue mucho antes de venirme aquí a vivir. Está en la calle San Bernardo, y es una tienda de motos. Allí vi a La Goldwing por primera vez. A un metro de mí. Nunca más habrá algo tan bonito en un escaparate.

Ya no hay escaparates. Odio los centros comerciales.